Borrachos en la plaza

Hay dos borrachos drogones en la plaza que hacen mamarrachos y pienso que estas personas eligen mostrar la miseria y la ruina del ser humano. 

Pasa uno por la calle que se ve que alguna vez compartió un porro o le compró merca. Y medio que lo esquiva al borracho que grita un saludo y le va a dar la mano, con ese saludo medio superficial en que los dedos apenas se palpan.

Un momento después, el borracho más callado le dice al gritón que vuelve en cinco minutos con una especie de medio abrazo de una sola mano en el hombro, que le quiere decir que tenga certeza absoluta de que la verdad está siendo dicha, pero cuyo lenguaje corporal de nuevo sólo dice que él es la miseria humana y que no se puede creer en nada de lo que sale porque sólo hay sufrimiento por aquí para regalar.

El borracho callado nunca llega, pero en su lugar vendrá otro, más o menos rescatado y dará lo mismo para que la rueda siga girando. 

En cambio pasa el cuidador de la plaza, tranquilo, cabizbajo y el borracho gritón le grita que saque las cintas de los juegos que impiden que los pibes puedan jugar y que sino las saca él mismo, con aire de arrebato y faltándole decir, que las saca él, que no tiene nada que perder. 

Los borrachos en el fondo siempre son unos románticos incurables y tienen un gran corazón, no están listos para esta realidad tan cruda, y por eso quizás le entregan todo su cariño a la botella. 

Los drogones en cambio necesitan señalar la podredumbre humana en su propio cuerpo, en el tono resacoso de su voz, en lo esquivo de su mirada.

Siempre me caen bien los borrachos y me desagradan los drogones, aunque alguna vez también anduve ahí por años, viendo de qué se trataba todo eso.

Hoy me pongo contenta de que para establecer que algo se ha cortado, sólo me corto el flequillo y luego lo dejo crecer.



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