Horacio

 

Horacio solía llevarme hasta el kiosco sobre sus hombros, a cocochito, como le decimos acá. Cada vez que iba a comprar cigarrillos, me llevaba y me dejaba elegir alguna golosina para mí. Bajo el sol de Junín, esa media cuadra con mi tío parecía un mar de aventuras. Corríamos, cantábamos, bailábamos. Y yo sentía que sobre los hombros de ese gigante rubio y esbelto, era invencible y el resto del mundo, en ese momento, desde mi perspectiva, parecía tan remoto.

A Horacio le gustaba describirse como una hermosa acuarela, era medio loco y también un poco vago. Pero medía casi un metro noventa, de joven había jugado al rugby y eso le había dado un buen físico que junto a sus ojos celestes y la sonrisa enorme que solía poblar su cara, lo ayudaban a conseguir fácilmente trabajo en los lugares que visitaba.

Horacio cambiaba mucho de trabajos. Su mayor deseo era disfrutar de cada instante de su vida y para eso viajaba a menudo con la intención de conocer el mundo. Había sido salvavidas, guardabosques y hotelero entre otras cosas, siempre un trotamundos.

Algunos dicen que todo comenzó en los 70 cuando viajó a Europa y fue apresado en una manifestación gay. La policía lo encontró tiritando desnudo en la calle y parecería ser que deliraba, así que lo golpearon y dijeron que estaba drogado.

Años después, me contaron que incluso de chico había tenido un problema, la primera vez que los amigos lo llevaron a un prostíbulo. Volvió catatónico y los médicos lo internaron.

Pero luego anduvo mejor e incluso en un viaje a Córdoba llegó a conocer al amor de su vida entre canciones del club del clan y heladeritas de telgopor a la orilla del arroyo. Volvió diciendo que se iba a ir a vivir allá y por supuesto que los padres lo mandaron al carajo, frustrando su juvenil amor que no sobrevivió a la distancia a pesar de las cartas.

No se le volvió a conocer una relación. Las cartas lo llevaron a la escritura y la época lo hizo amar la música y saber de política. Sentado en su cuarto en la casa de sus padres, sobre la colcha de lana verde tejida a mano, Horacio sufría por esa carencia estructural que se produce al tenerlo todo y a la vez no tener nada.

Abatido por un vacío que ni los viajes, los amigos, ni las drogas podían llenar, sentía que nadie podía quererlo. Sobre la cama, tenía el cuadro de un amigo que mostraba en dos viñetas la cabeza de un hombre estallando. Así se sentía Horacio. Su madre cocinaba y lavaba la ropa, atravesaba el patio hasta el lavadero mientras él en su cuarto pensaba que se sentía descolgado. No obstante le escribía cartas a su hermana y la instaba a no dejarse llevar por el desánimo porque el pozo es cada vez más oscuro y el abandono llega y se instala.

Deprimido, cada vez viajaba menos. A veces visitaba a su familia a lo largo del país, pero los delirios lo alejaban de los que quería por miedo a mostrarlos.

El odio también lo excluía y si bien él no lo sabía, odiaba a su hermana y a la familia que había podido crear. También odiaba a sus padres por no haberlo dejado irse de una buena vez por todas. Se odiaba a si mismo por estar siempre regresando, se sentía débil por sentir y los últimos años se la pasó tratando de callar la voz de su cabeza que un día le tiraba flores y al otro le decía que era el peor basurero humano.

Al final, pudo hablar algo de esto en terapia. Le contó a su psicólogo que se sentía descolgado de todo y su analista le dijo que se vuelva a colgar.

Así que Horacio volvió a su casa y llevó a cabo su tercer intento de suicidio. Con la particularidad de que este, por un error, le salió bien.

Siempre usaba cable para colgarse, vaya uno a saber por qué, porque el cable se quiebra. Me acuerdo que en la casa de mi abuela faltaba la flor de la ducha del baño chiquito y era porque el tío se había colgado de ahí y se había roto. Ese fue uno de los intentos fallidos. Esta vez usó más cable y se colgó de la baranda de la terraza.

El cable no aguantó, pero él se fracturó el cuello contra el alfeizar de una ventana.

Así que tuvimos que viajar y organizar un velorio y funeral multitudinario, lleno de sus amigos que venían de todo el país a visitarlo junto con medio Junín que participó incrédulo. La casa de la abuela estuvo tan llena de invitados que parecía una fiesta por última vez.

Me pregunto si esas veces que pensaste en tu suicidio, te lo imaginaste así.

Hay algo ¿no? de la decisión de una muerte que deja una catarsis de interrogantes en los seres queridos. Te empezás a preguntar por lo inentendible de la muerte misma, por la potencia del acto, la posibilidad de interceder, de modificar, de hacer algo. ¿Y si hubiera venido más seguido? A veces qué lindo sería poder cambiar el pasado. Es la responsabilidad que nos dejan de no haber sabido leer los indicios.





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